martes, septiembre 06, 2005

En la ciudad de los vivos muertos

Esta noche, mientras caminábamos con mi novia para comprar cigarros, pasamos delante de una casa con flores blancas. Como crecí en esta ciudad, no tengo ni idea de cómo se llama esa flor, sólo se que huele maravilloso. Y entonces, recordé cuándo fue que sentí ese olor por primera vez.

Cuando estaba en el colegio, más o menos en segundo o tercero medio, empecé a salir por la noche con amigos. Como todos los primeros carretes de nuestra adolescencia, eran absolutamente aburridos y patéticos. Sé que hay gente que dirá lo contrario, pero en mi defensa debo decir que por esa época ni tomaba ni fumaba, por lo tanto y a diferencia de mis supuestos opositores, puedo afirmar que al menos siempre tuve mis cinco sentidos intactos como para apreciar la calidad de esas fiestas.
El asunto es que, como nunca tuve mucha plata, me tocó caminar mucho en esa época. Cuando uno se encuentra carreteando en la zona oriente de esta ciudad, la cual fue diseñada probablemente por urbanistas agringados que la hicieron para los autos y no para la gente, se encuentra con dos grandes problemas, cuando no se tiene mucha plata. La primera, es que todo queda lejísimos cuando se trata de caminar. O sea, cualquier cosa o punto estratégico se encuentra como mínimo, a diez cuadras. Lo segundo, es que las calles, a eso de las dos o tres de la mañana, están llenas de taxis, pero no de micros. Por ningún lado. Resumiendo, caminé muchísimo.

Probablemente desde esa época que me gusta esta ciudad, de noche. O sea, me encanta esta ciudad, pero me gusta mucho más de noche. Cuando la gente está dentro de sus casas y no hay autos haciendo ruido en las calles. Sobre todo en el verano, donde uno puede caminar sin andar con la mitad del closet encima. Es también en ésa época del año cuando los árboles están llenos de hojas verdes, y las flores tienen olor. Un olor que de día no se siente con la misma intensidad que durante la noche.
Durante las noches de verano en Santiago, pasan muchas cosas raras. Uno ve a gente caminando a esa hora, igual que uno, pero claramente en asuntos muy distintos, escucha gemidos sexuales que vienen de piezas iluminadas a eso de las cinco de la mañana, ve a borrachos haciendo escándalo, autos que creen que Bilbao después de las doce se transforma en la Indy 500, y varias cosas que ya no recuerdo.

Lo que si recuerdo con claridad, es haberme sentido bien. No tiene mucho que ver con la edad; si bien es cierto que cuando uno es adolescente no tiene tantos problemas, entiéndanse estos como llegar a fin de mes, pagar las cuentas, mantener tu puesto de trabajo y esas cosas, uno tiene una enorme cantidad de preocupaciones que para la edad parecen igualmente importantes. Y de hecho lo son. Si ud., querido lector, no tiene mala memoria, podrá recordar de aquella época problemas angustiosos y horribles tales como “si ella me miró todo el recreo, ¿será porque le gusto? ¿o porque me encuentra tan raro que me observa como si perteneciese a un circo?” o “¿de dónde voy a sacar una luca para el carrete de mañana?” o tal vez “¿para cuando era la prueba de química?¿este lunes o el próximo?”. Por lo tanto, me inclino a pensar que esos buenos recuerdos no tienen que ver con la falta de preocupaciones adultas. Por el contrario, pienso que esos recuerdos son buenos por una sencilla razón, me sentía libre.

Siempre me gustó estar solo. Pero es muy distinto estar solo encerrado en tu pieza un sábado en la noche a las tres de la mañana, a estar solo a la misma hora, el mismo día, después de venir de un carrete.
Porque pese a que nunca me fue bien en ellos en términos de diversión o conquistas amorosas, al menos uno se sentía menos raro, menos apartado, después de haber estado en compañía de alguien. Y siendo honestos, no siempre lo pasaba tan mal.

Porque cuando caminaba por Santiago durante el día, después de salir del colegio, me sentía insignificante entre toda esa gente. Andar de uniforme entre gente adulta suele producir ese efecto. Pero caminar por Santiago de noche, cuando no hay nadie y las calles son para ti sólo, y puedes ir por la mitad de Carlos Antunez sabiendo que ni siquiera un auto te va a hacer desviar, es una sensación muy agradable. Es como si la ciudad te perteneciera.

Porque el viento cálido del verano a esa hora es lo mejor, sobre todo después de lo sofocante que es esta ciudad durante un día cualquiera de febrero. Y es mejor aún con el olor de esas flores blancas en el aire.
Porque cuando uno camina durante una hora, solo, se tiene mucho tiempo para pensar. Y los pensamientos son muy distintos a los que se tienen en las mismas condiciones pero encerrado en una pieza. Son mucho mas optimistas.

Siento cierta nostalgia por esa época. Empecé a caminar solo por las calles como a los diez años. A los quince llegué a este país, y hace un par de días me di cuenta recién que han pasado diez años desde entonces. Sé, con absoltuta certeza, que jamás caminaré de nuevo por las calles que caminé cuando era un niño. No tanto porque piense que no volveré a la ciudad donde crecí, sino porque sé que de hacerlo, las calles no serán lo mismo. Todas las ciudades cambian mucho en diez años, si excepción. Y eso me hace sentir nostalgia también. Pero ahora, que me siento completamente chileno, y sé que las calles de esta ciudad son mi hogar, y que la mayor parte de mis recuerdos importantes están en estas calles, no me parece tan terrible. Es mas. En ninguno de los dos casos, esa nostalgia es mala. Por el contrario, es una sensación bella, agradable.

Y aún me gusta por caminar por las calles, de noche. Cuando no anda nadie por ahí.

1 comentario:

vedder dijo...

Santiago...
Maldita y bendita ciudad. O sea, para un provinciano como uno representa algo más que una metrópolis. En realidad, representaba. Ahora casi me siento santiaguino. No me quedó otra...
Pero también me gusta caminar por las calles en la penumbra. Y no saber nombres ni de flores ni de pájaros ni de flores.
Mi abuelo (curiosamente santiaguino el hombre) sabía el nombre de cada planta que veía. Y el silbido de cada pájaro. Y el recorrido de cada micro.
Al final, de él heredé sólo la migraña, el gusto por la Católica y una melancolía casi crónica...

En fin. Buen blog.

Prometo seguir por aquí...