viernes, septiembre 16, 2011

Either you die a hero or live long enough to see yourself become the villian

La última vez que escribí mencioné el no tener suficiente valor, o decisión, o incluso amor propio en cuanto a lo que uno piensa, para escribirlo.

Esta vez es distinto.

Hay veces que se me ocurre algo, o pienso sobre algo, y creo que podría escribir sobre ello. Pero entonces me parece que no debería escribir sobre eso a la rápida, que debería dedicarle tiempo, quizás reservarlo para un momento más importante. Y el problema es que lo que sea que es, no se escribe. Y eso es algo mucho peor.

Here we go.

Cuando era pendejo, a los 15 o 16 años, veía la vida en blanco y negro. No es ninguna novedad para cualquiera que haya vivido esos años y luego reflexionado sobre ello. A la mayor parte de la gente le pasa. Uno a esa edad necesita absolutos, certezas, cosas definidas, nada a medias.

Y entre todas esas cosas, una de las certezas en las cuales basé gran parte de mi personalidad era en la idea de ser genuino. No me refiero a intentar ser original o distinto de los demás. Me refiero a ser fiel a uno mismo, a no cambiar nunca. O eso creía al menos.

Ahora puedo ver que hasta mucho tiempo después no fui realmente fiel a mi mismo; era fiel a la idea que tenía yo de lo que debía ser yo mismo. Afirmaba cosas y hablaba en contra de otras que en realidad, no sentía del todo. Me costaron muchos años llegar a aceptarlo y dejar de comportarme de ese modo. To break the habit. Fui mucho más feliz cuando lo hice.

Pero desde mi punto de vista de 15 años, no cambié realmente. El pendejo de 15 que aún vive en un rincón de mi mente piensa que me vendí al sistema, me dejé ganar, el junco dejó de estar en pie. El pendejo de 15 no considera la posibilidad de que uno cambie porque eso significa que deja de ser fiel a uno mismo y se transforma en algo falso. El pendejo de 15 se enorgullece de no cambiar después de otros 15 años, de seguir siendo el mismo. He conocido gente que sigue siendo igual de lo que era hace 15 años. Orgullo no suele ser una palabra en la que piense cuando los veo.

Si uno lo piensa friamente, esa fe ciega en que el cambio es malo desde esa edad suena como el fruto de una oscura conspiración diseñada para que quienes se infecten con esa idea en la juventud no lleguen a ser nada más ni evolucionar en ninguna forma con el paso de los años, siempre en lucha consigo mismo. La primera vez que se me ocurrió eso pensé que sería una buena historia para un cuento. El cuento sigue donde mismo desde hace años.

Pero entonces uno tiene esa idea de haberse traicionado a si mismo. Y me refiero estrictamente al concepto de idea, como concepto, como algo abstracto. No sabe muy bien definir por qué. Cuando eso me sucedió intenté explicarme a mi mismo mi nuevo yo de 30 años. El por qué hago lo que hago y cómo eso sigue siendo no solo igualmente válido, sino que además es valioso. Algo mejor.

Creo haberlo conseguido. Haber hecho las paces con mi viejo yo. Al menos la mayor parte del tiempo.

Porque a veces vivo un día como el de hoy, donde voluntariamente me dirijo a un mall, y voy y me compro ropa de marca, y uso una tarjeta para pagar, y luego compro algo para comer, y luego llego a mi casa en auto (aunque no sea ni el mio, ni lo conduzca yo). Y me acuerdo no sólo del pendejo de 15 sino que el de 22, no hace tanto tiempo. Aquel que odiaba el mall no como lo puede hacer un resentido que anhela comprar todo lo que hay dentro pero no puede, sino como sólo puede hacerlo alguien que trabaje allí y pase más horas dentro que fuera. El mismo que viajaba casi una hora en micro para llegar a trabajar. El que llevaba comida desde casa. Y que nunca compraba nada allí, y de hacerlo hubiese sido usando billetes y no plástico.

Eso yo mas reciente no siente odio o desprecio frente a mi yo actual porque en realidad nunca envidió a la gente que podía hacer eso. Había aceptado ya por aquel entonces un hecho fundamental de la vida; hay gente que puede hacer eso, y estar al otro lado del mostrador, y otra gente que no. Por aquel entonces estaba detrás del mostrador, ahora estoy al otro lado. Mi viejo yo siente mas bien asombro por estar del otro lado, y sé que sólo me odiaría si por algún momento olvido el hecho de que quien está al otro lado del mostrador es una persona, un ser humano, probablemente cansado por trabajar largos horarios atendiendo a un montón de gente, durmiendo poco y comiendo mal y deseando estar en cualquier otro lado excepto allí.

Creo que mientras no olvide eso, estaré bien. Incluso tendré todavía el respeto de mi yo de 15. Porque en el fondo sabe que si bien he cambiado con el paso de los años sigo siendo fiel a mi mismo. Pero siempre esta alerta, esperando al más mínimo desvío de mi camino, para patearme en el suelo cuando eso suceda.

domingo, septiembre 11, 2011

So be it.

A veces uno olvida las cosas que lo hacen feliz.

Es algo bastante estúpido y a primera vista parece poco probable, pero sucede con muchísima más frecuencia de lo que uno cree.

En mi caso, mi problema es que se me olvida escribir. Y escribir me hace feliz. Le da cierto sentido a mi vida y de paso me deja cierta sensación de plenitud, una especie de aprobación o justificación por el aire que respiro. No sé si tanto como trascendencia pero definitivamente, algo de satisfacción conmigo mismo.

Pero no es el olvido lo único que hace que no escriba. Es la estúpida necesidad de perfeccionismo.

No es el perfeccionismo común y corriente que siente mucha gente normal y el resto de la población que sufre TOC en un grado u otro. Es algo mucho más tonto. Es algo que a la gente mayor le pasa, por ejemplo, con las fotos.

En el pasado, y estoy hablando de hace unos 50 años atrás, sacar una foto era algo difícil, caro y complicado. Para empezar no cualquiera podía hacerlo, y no todos tenían las máquinas para hacerlo, uno tenía que ir a un lugar específico para hacerlo. Así que era común que las fotos fueran algo familiar (aprovechar a meter la mayor cantidad de gente posible por el mismo precio, imagino yo), y como todo lo familiar especialmente antaño, tenía un caracter aparatoso, tensional y complicado. Y era un evento único, difícilmente repetible. Por lo que uno tenía que ir bien peinado, con la ropa buena, y sonreir en la foto.

Actualmente las fotos ya no son una ceremonia aparatosa. Actualmente casi cualquier cosa es capaz de sacar una foto, y todas las que quieras, y las puedes ver instantáneamente. Si no te gusta la repites, si tampoco te gusta la retocas, y cuando quedas conforme la puedes compartir con todo el mundo. A los viejitos todavía les cuesta entender eso y a uno le dicen cosas como "peinate" o "arreglate" antes de sacar una foto, para ellos no tiene el caracter de lo casual.

Y no pasa con las fotos solamente, también pasa por ejemplo con los correos. Es algo que viene de una época donde el papel era caro, uno escribía a mano y no podía equivocarse, y los mensajes tardaban varios días, semanas o meses en llegar al destinatario. Ahora que, nuevamente, casi cualquier cosa electrónica es capaz de mandar un mensaje ya sea por SMS o correo o chat o lo que sea, y uno tipea y luego borra y luego vuelve a tipear, y envía, y si se equivoca envía otra vez y a uno le responden inmediatamente y si no lograste enviar la idea a la primera la escribes de nuevo y ahí si, funcionó, y etc.

Y yo, pese a no haberme criado en una época en el que el papel era caro o escaso (pero si donde uno escribía a mano principalmente) me sigue complicando eso de escribir. Pienso y repienso cada frase, cada párrafo, como si este fuese a quedar impreso en piedra y toda la humanidad fuera a juzgarme por lo que allí escribí, y mi vida misma dependiera del resultado. Aún me cuesta simplemente escribir.

Sólo hace unos años logré superar el otro problema que para mi implicaba escribir, que era el de releer y corregir. Durante años tenía esa idea un tanto estúpida de que todo lo que escribía por ser fruto de la inspiración era algo precioso, perfecto e intocable. Fue Stephen King el que en uno de sus libros me terminó por convencer de que en realidad lo que uno escribe así, de buenas a primeras, suele ser una mierda mal procesada y redactada a duras penas fruto de un vómito mal digerido del subconsciente que apenas tiene forma y contenido, y que uno tiene que después agarrar, arreglar, maquillar, borrar (oh Dios mío, borrar) y corregir antes de ser mínimamente presentable.

Y sin embargo a pesar de haber superado eso, sigo enfrentándome al problema de que si voy a escribir eso tiene que ser perfecto y merecedor de ser leído. La segunda parte de la idea es la que también complica, "merecedor". Porque eso depende mucho de mi estado de ánimo y cómo ande de autoestima ese día. La mayor parte del tiempo tengo una seguridad bastante débil y titubeante de que si, lo que escribo o llegue a escribir va a tener cierta calidad e importancia, y revestirá interés a quien lo pille. Pero el resto del tiempo suelo terminar, releer y pensar que es una asquerosa bazofia, un pseudoplagio, pastiche de media docena de otras historias, películas o series que haya visto, y que no aportan nada y carecen por completo de interés.

Luchando contra eso, es por lo que termino pasando meses sin actualizar esto y años sin terminar la veintena de relatos que tengo a medio camino.

Por eso hoy quise escribir así como así, sabiendo que es algo imperfecto, sabiendo que estaba escribiendo mal ni siquiera al releer sino que mientras tipeaba. Y me debe importar un carajo, así que así se queda.

sábado, julio 16, 2011

Early Morning

Hace no tanto tiempo, y durante muchos años, trabajaba los fines de semana. Todos los fines de semana. La idea quizás le parezca un poco rara a gente que no vive en Chile, donde hay horarios menos esclavizantes y mayor calidad de vida. Y más desempleo también, pero qué se le va a hacer, una cosa por la otra.

Los primeros años fueron difíciles, yo era aún un niño, cosa que es fácil decir ahora y me hace sentir bastante viejo pero que en aquella época no estaba tan claro para mí, que aún vivía los últimos coletazos de la arrogancia adolescente de saberlo todo. La parte difícil era llegar a casa un viernes por la noche, pasar por Vicuña con Irarrázabal, y ver como mucha gente se estaba empezando a preparar para la noche y tu tenías que llegar a dormir para levantarte temprano al día siguiente. Más o menos a la misma hora que estoy escribiendo esto, de hecho, pero en una situación completamente diferente. Veía gente entrando a la disco, o camino a Plaza Ñuñoa. Me bajaba de la micro entre gente con su mejor pinta gótica vampiresca que iba al Baleduc, y caminaba hacia mi casa oprimido por la injusticia de la vida y cómo yo era víctima de todo lo malo que tenía la sociedad. ¿Ven? A eso me refiero con coletazos de la adolescencia.

Con el tiempo las cosas mejoraron, o mejor dicho, mi actitud empezó a ser distinta. Porque en realidad empeoraron un poco; hasta ese momento sólo trabajaba los sábados. Y hasta mediodía. Ocasionalmente me tocó algún domingo que otro, pero era poco común. Pero para mi era el mismo purgatorio, por eso la vida decidió sacarme la auto compasión y complejo de víctima a patadas, y al cabo de un tiempo y después de unas breves vacaciones universitarias, empecé a trabajar en un mall, sábado y domingo, todo el día. Y a una hora y media de mi casa.

Mi actitud empezó a cambiar más o menos un año después de vivir así. El argumento se complica en este punto porque ya no sólo trabajaba los fines de semana. Antes tenía dos días libres a la semana, para compensar, y dos domingos libres por ley. Eso fue hasta que me puse a estudiar. Y trabajar a medio tiempo, para poder pagar parte de mis estudios. Eso se tradujo en estudiar de lunes a viernes y trabajar sábado y domingo. Sin días libres. Lo que suena terrible, por cierto, pero fue lo único que realmente me hizo madurar, dejar de ser un niño mimado y estúpido y empezar a valorar las cosas tal como son. Bueno, eso y después casi estirar la pata en un hospital, pero eso es otra historia.

Recuerdo estar cansado, todo el tiempo. Cuando tenía vacaciones en el instituto técnico donde estudiaba, solía emplear ese tiempo en trabajar. Porque era joven y necesitaba el dinero, como se suele decir, y porque las vacaciones eran buenos momentos para trabajar en una tienda en un mall en un país donde la gente compra la diversión y el escape al aburrimiento porque es incapaz de hacer esas dos cosas por sí sólo. Además, y para qué vamos a mentir en este punto, tampoco me acostaba muy temprano por aquel entonces. Eran los primeros pasos de la banda ancha, la cual me podía permitir pagar, y gracias a mi trabajo tuve mi primera tarjeta de video decente a precio de hay-que-vender-esto-porque-lo-devolvieron-sin-caja. Eso se traducía en internet a 128kbps (¡y sin caídas, y sin ocupar el teléfono!) y una ATI de 128mb. Lo cual a su vez se traducía en Diablo 2, y Call of Duty 2 Multiplayer. Lo que finalmente nos da un resultado de unas 5 horas de sueño diarias.

Lo poco que tengo de ninja lo aprendí en esa época, levantándome a las 8 de la mañana un sábado o un domingo, intentando no despertar al resto de mi familia porque aún vivía con ellos, duchándome, guardando el almuerzo que mi madre me había preparado el día anterior, y saliendo a trabajar. Los sábados no se notaba tanto, pero los domingos, esperando en el paradero a que pasara la micro, era algo absolutamente palpable. No había nadie en la calle. Nunca. Menos una mañana como hoy, después de casi dos días de lluvia, con mucho frío y humedad. Podías sentir que eras la única persona levantando al país de la crisis. O el último sobreviviente de un apocalipsis zombie, una de dos.

Era la época de las micros amarillas, cacharros viejos, ruidosos y contaminantes con conductores analfabetos y mafiosos. Tenía que pagar dos pasajes completos, uno para llegar a Providencia, y después otro para llegar al Parque Arauco o al Alto las Condes, donde trabajaba en aquella época. En un día normal eso era una hora, quizás hora y media de viaje. Un domingo por la mañana el trayecto podía hacerse, fácilmente, en 25 minutos, a manos de un conductor hasta las cejas de café mezclado con vaya a saber qué.

Los primeros años fui vendedor. Eso es relativamente fácil cuando uno no tiene muchas expectativas, moderadamente difícil si tienes la menor intención de hacer bien tu trabajo, por muy poco que te guste. No solamente se trata de convencer a alguien que lo que tu vendes es lo más importante y valioso en la faz de la tierra, sino que además hacerle sentir la urgencia y necesidad imperiosa de comprarlo en ese minuto, cueste lo que cueste. Suena mucho mas fácil de lo que realmente es.

Porque además tienes que agregar la idiotez generalizada que empapa la gente que entra una tienda. No importa lo inteligentes que sean o la cantidad de títulos universitarios, algo hay en el aire de los mall que los reduce a su mínima expresión, y termina entrando a preguntar si vendíamos cable wi-fi, tarjetas de red de ip fija, o cuando eran víctimas de dos vendedores crueles y ociosos, preguntando si realmente existía un cable usb que conectaba el laptop con el microondas, como el que estábamos mencionando entre nosotros (muahahahaha).

Y finalmente, hay que considerar la ubicación geográfica. O, más específicamente, geoeconómica. Afortunadamente, nunca he sentido el resentimiento y odio profundo que he visto en mucha gente hacia la clase social alta de este país, sólo por pertenecer a ella. No me molesta mayormente que tengan mucho dinero, que sus vacaciones los lleven a lugares exóticos, o como decía mi abuela, el buen pasar que tengan. Por un lado porque no son cosas que valore hasta el punto de la envidia, por otro porque he conocido a suficientes de ellos como para saber que no son más felices que yo. Sin embargo, a muchos de ellos eso les despierta antiguos genes medievales aristocráticos, ocultos hace muchos siglos de iluminación y libre mercado, que terminan expresando en forma de desprecio, soberbia y prepotencia brutal contra las personas que ofrecen un servicio al otro lado del mostrador. O sea, en ese caso, nosotros. Not funny.

Los últimos años tenía la responsabilidad de abrir la tienda, abrir caja, y ser responsable de ella hasta la mitad del día, cuando llegaba la cajera oficial. El exceso de estrés y responsabilidad que eso implicaba no significaba más dinero, pero sí me libraba de ciertas incomodidades de ser un vendedor a secas, como pelearse los clientes que entran o tener que aguantar a los que sabes que están pasando el rato y no tienen intención alguna de comprar algo. Oh sí, por si no lo sabías, uno los huele a tres metros cuando estás trabajando en el rubro.

La sensación de vivir fuera del ritmo del resto de todo el mundo se hacía mucho mas evidente ahí. Cuando uno trabajaba en lugar de estar perdiendo el tiempo un fin de semana como todo el resto, cuando uno tenía que almorzar después de las 3 o 4 de la tarde porque antes de eso era el punto álgido de clientes y además el patio de comidas estaba a rebosar. Cuando veías gente comprando alegremente cosas mucho, mucho mas caras que tu sueldo completo a fin de mes (de nuevo aclaro, lo digo con resentimiento, sino con lo sorprendente que era el hecho en sí) sin pestañear y sin cuotas. Cuando veías que la marea de público empezaba a decaer, a eso de las 8 de la tarde, mucho antes si era domingo, y tú todavía tenías que estar ahí. A las 9 cerraban las grandes tiendas y veías cómo los equipos de limpieza y servicios del mall empezaban a trabajar, y tu todavía estabas allí, esperando a algún cliente rezagado que quisiera comprar una Playstation 2 a esa hora (never happened). Hasta que daban las 10, y podías cerrar la cortina, espera a que se hiciera caja y estuviera en orden, y finalmente salir del mall, caminar hasta donde pasaban las micros, mientras cruzaba los dedos porque la 614 aún estuviera pasando a esa hora porque por el precio de un sólo pasaje me dejaba a dos cuadras de mi casa.

Aprendí a dormir arriba de las micros en esa época. Excepto cuando trabajaba en Plaza Norte y el recorrido atravesaba dos barrios con abundantes narcos, ladrones, y cosas aún peores. No era buena idea quedarse dormido ahí, y tampoco lo era mirar mucho así que me dedicaba a leer. Cinco días a la semana, hora y media de lectura, los libros me duraban una semana, a veces menos. Después cuando cambié de barrios me ponía audífonos, encendía la radio del walkman (ya habían discman en esa época, pero no para mí) para no escuchar el ruido tuberculoso del motor de la micro, y antes de llegar a Escuela Militar ya estaba durmiendo. En esa época desarrollé el super poder de despertar una cuadra antes de tener que bajarme. Y por casualidades de esa vida, esa cuadra antes es la misma cuadra donde cinco años después junto a la novia que me aguantó todos esos horarios y fines de mes en quiebra, terminé comprando el departamento desde donde escribo esto.

Fue en esa época y en esos momentos, cuando un domingo por la noche llegaba hecho pebre a la casa de mi madre, con hambre, dolor de pies, sueño, y sabiendo que la semana no estaba terminando sino que empezaba al día siguiente y que ibas a estar en pié dentro de 8 horas y en clases, cuando entendí el viejo dicho con cierto tufo fascistoide de que el trabajo dignifica. Porque pese a todas las penurias, que no eran pocas, sentías la satisfacción de estar haciendo algo por tu vida.


Ver Early Morning en un mapa ampliado