Conocí a Michelow en mi primer día de clases, en segundo medio, 1996. No es raro que, estando en el colegio, se le trate a otro por su apellido. Pero en su caso, Daniel no tenía muchas opciones. Su apellido era tan poco común que se transformó en sobrenombre de forma natural.
Siguiendo una linda pero bastante tonta tradición del colegio por aquel entonces, se hacía esperar a los alumnos nuevos en el patio y dos representantes del curso los iban a buscar. El primer problema fue que como nadie organizó nada, nosotros ya habíamos entrado a la sala y nos hicieron salir. El segundo es que no podían haber elegido a una peor persona para ir a buscarnos. Daniel jamás fue demasiado amable por obligación.
Por lo que me contaron mis otros compañeros después, Michelow fue el clásico niño problema del curso durante todos los años anteriores, y cuando lo conocí ya estaba en una etapa de calma. No es que hubiese dejado de ser el payaso del curso, sino que simplemente, se había aburrido de que lo huevearan todos los días la psicóloga y la vieja de UTP (lo siento, no me acuerdo de su nombre ni de qué significaban las siglas, sólo que era una vieja de mierda).
Aún así, al conocerlo, me pareció que Michelow era un soberano imbécil.
Con el tiempo, me he dado cuenta de que todas las personas que he conocido y que han sido amigos míos, me han caído mal al principio. Y los que me han caído bien al conocerlos, terminaron por no ser mis amigos.
No recuerdo si lo soñé, lo imaginé, lo novelé o si realmente sucedió, pero tengo toda la impresión de haber tenido con Michelow una conversación, poco antes de salir del colegio, en la que le confesé lo mal que me había caído y todo lo que lo odié. Y el hizo lo mismo. Yo lo odié porque él era todo lo que yo quería ser y no me atrevía a admitir. Michelow tenía la personalidad necesaria para acercarse a engrupir a una mina, la liviandad para ser sociable, el carisma para ser popular, la inteligencia para que valiese la pena hablar con él; yo no era nada de eso. En esa conversación, él me dijo que me odiaba porque yo tenía la seriedad que él no tenía, cierta gravedad y profundidad intelectual que hacía que incluso mis bromas pareciesen ser algo serio, que cuando hablaba, todos escuchaban porque parecía que lo que decía era importante. Y también porque tenía fe, y seguridad. Como dije antes, no recuerdo si esa conversación fue real o no, pero al menos lo que creo haber dicho sobre él sí lo era.
Los pocos carretes que tuve en el colegio, fueron con él. Viviendo en el departamento más grande que he conocido alguna vez, nos refugiábamos cinco o seis personas en su pieza, de 2 x 3 metros, a tomar y fumar marihuana. Y eso que yo no hacía ninguna de esas cosas por aquel entonces. Ahí nos juntábamos antes de ir a una fiesta. Sólo cuando nos hicimos “grandes” empezamos a carretear en el living. Mis mejores recuerdos de carretes de colegio son en esa casa. Los otros, de cuando con él y un par de amigos más nos íbamos a caminar después de la medianoche por Providencia, y usábamos las escaleras mecánicas del Paseo Las Palmas como resbalín.
Michelow tiene cierto aire cuico. Yo no he sido nunca un resentido y eso no me molestaba. Por lo demás, él nunca fue cuico, simplemente tenía el mismo vocabulario, y una forma de ver la vida bastante similar. Ni siquiera se le fue cuando estudió filosofía y llegó a ser pobre como una rata.
Junto a él y un par de amigos más construimos un mundo en el cual aún vivo. Carretes en los que hablábamos de Nietzsche, de Dune, de Tolkien; escuchábamos el AEnima de Tool y el Antichrist Superstar de Marilyn Manson, y sobre todo los Fiskales Ad-Hok. Literatura, filosofía, música, tonteras. El mundo que me mantiene vivo, con los mejores amigos que pude haber tenido. Y pese a que él nunca me perdonó que me iniciara en el alcohol sin él y el resto de mis compañeros de curso, pagué la deuda con creces en carretes posteriores, cuando tomábamos té (tres cuartos de pisco, dos hielos y el resto, coca cola) y hablábamos de cosas profundas. Aunque realmente lo único profundo de esas conversaciones era la forma en la cual nos hablábamos el uno al otro. Es decir, no como amigos. No con mentiras, ni pelambres, ni frases políticamente correctas. Hablábamos al estilo Nietzsche. Directamente, sin faltar a la verdad, por mucho que nos molestara. Así fue como llegamos a querernos tanto, porque esos son los amigos de verdad.
El tiempo y las circunstancias nos separaron. Al principio fue cuando yo empecé a trabajar y ellos empezaron la universidad, pero a pesar de ello nos veíamos un par de veces al mes. La separación real vino un poco después. Pero estoy equivocado, no fue algo real. Fue una separación solamente física. Nos empezamos a ver casi cada tres o seis meses. Después, algunas veces pasaron años sin que nos viéramos.
Hace casi un año, nuestro amigo en común, el nexo, aquel del cual hablaré dentro de poco, me llamó diciendo que nos teníamos que juntar sin excusas. Michelow se iba del país a estudiar a Alemania. Después de casi tres años sin vernos, llegamos a la botillería donde él estaba trabajando. Nos tomamos una chela, compartimos los cigarros y empezamos a carretear. Y me di cuenta que realmente, pese a que el tiempo había pasado, pese a que habíamos crecido, pese a que habíamos tomado caminos muy distintos, todo era igual. Seguíamos hablando no de las mismas cosas, pero sí del mismo tema de fondo; nuestra amada filosofía, nuestra forma de ver el mundo. Y tal como sucede con los amigos de verdad, sin necesidad de explicar lo que decíamos. Todo se entendía.
Si algo lamento de los últimos años, fue no haberlos tenido más cerca. Ellos si se mantuvieron unidos, fui yo quien se alejó. Afortunadamente, no los perdí.
No huevón, no me olvidé que estas de cumpleaños. Y sí, aunque suene a maricón te hecho mucho de menos. Y espero con ganas que vengas a darte una vuelta por aquí, juntarnos, volver a tomar, y hablar seriamente de todas las huevadas poco serias que nos gusta conversar.
Hasta pronto.
Siguiendo una linda pero bastante tonta tradición del colegio por aquel entonces, se hacía esperar a los alumnos nuevos en el patio y dos representantes del curso los iban a buscar. El primer problema fue que como nadie organizó nada, nosotros ya habíamos entrado a la sala y nos hicieron salir. El segundo es que no podían haber elegido a una peor persona para ir a buscarnos. Daniel jamás fue demasiado amable por obligación.
Por lo que me contaron mis otros compañeros después, Michelow fue el clásico niño problema del curso durante todos los años anteriores, y cuando lo conocí ya estaba en una etapa de calma. No es que hubiese dejado de ser el payaso del curso, sino que simplemente, se había aburrido de que lo huevearan todos los días la psicóloga y la vieja de UTP (lo siento, no me acuerdo de su nombre ni de qué significaban las siglas, sólo que era una vieja de mierda).
Aún así, al conocerlo, me pareció que Michelow era un soberano imbécil.
Con el tiempo, me he dado cuenta de que todas las personas que he conocido y que han sido amigos míos, me han caído mal al principio. Y los que me han caído bien al conocerlos, terminaron por no ser mis amigos.
No recuerdo si lo soñé, lo imaginé, lo novelé o si realmente sucedió, pero tengo toda la impresión de haber tenido con Michelow una conversación, poco antes de salir del colegio, en la que le confesé lo mal que me había caído y todo lo que lo odié. Y el hizo lo mismo. Yo lo odié porque él era todo lo que yo quería ser y no me atrevía a admitir. Michelow tenía la personalidad necesaria para acercarse a engrupir a una mina, la liviandad para ser sociable, el carisma para ser popular, la inteligencia para que valiese la pena hablar con él; yo no era nada de eso. En esa conversación, él me dijo que me odiaba porque yo tenía la seriedad que él no tenía, cierta gravedad y profundidad intelectual que hacía que incluso mis bromas pareciesen ser algo serio, que cuando hablaba, todos escuchaban porque parecía que lo que decía era importante. Y también porque tenía fe, y seguridad. Como dije antes, no recuerdo si esa conversación fue real o no, pero al menos lo que creo haber dicho sobre él sí lo era.
Los pocos carretes que tuve en el colegio, fueron con él. Viviendo en el departamento más grande que he conocido alguna vez, nos refugiábamos cinco o seis personas en su pieza, de 2 x 3 metros, a tomar y fumar marihuana. Y eso que yo no hacía ninguna de esas cosas por aquel entonces. Ahí nos juntábamos antes de ir a una fiesta. Sólo cuando nos hicimos “grandes” empezamos a carretear en el living. Mis mejores recuerdos de carretes de colegio son en esa casa. Los otros, de cuando con él y un par de amigos más nos íbamos a caminar después de la medianoche por Providencia, y usábamos las escaleras mecánicas del Paseo Las Palmas como resbalín.
Michelow tiene cierto aire cuico. Yo no he sido nunca un resentido y eso no me molestaba. Por lo demás, él nunca fue cuico, simplemente tenía el mismo vocabulario, y una forma de ver la vida bastante similar. Ni siquiera se le fue cuando estudió filosofía y llegó a ser pobre como una rata.
Junto a él y un par de amigos más construimos un mundo en el cual aún vivo. Carretes en los que hablábamos de Nietzsche, de Dune, de Tolkien; escuchábamos el AEnima de Tool y el Antichrist Superstar de Marilyn Manson, y sobre todo los Fiskales Ad-Hok. Literatura, filosofía, música, tonteras. El mundo que me mantiene vivo, con los mejores amigos que pude haber tenido. Y pese a que él nunca me perdonó que me iniciara en el alcohol sin él y el resto de mis compañeros de curso, pagué la deuda con creces en carretes posteriores, cuando tomábamos té (tres cuartos de pisco, dos hielos y el resto, coca cola) y hablábamos de cosas profundas. Aunque realmente lo único profundo de esas conversaciones era la forma en la cual nos hablábamos el uno al otro. Es decir, no como amigos. No con mentiras, ni pelambres, ni frases políticamente correctas. Hablábamos al estilo Nietzsche. Directamente, sin faltar a la verdad, por mucho que nos molestara. Así fue como llegamos a querernos tanto, porque esos son los amigos de verdad.
El tiempo y las circunstancias nos separaron. Al principio fue cuando yo empecé a trabajar y ellos empezaron la universidad, pero a pesar de ello nos veíamos un par de veces al mes. La separación real vino un poco después. Pero estoy equivocado, no fue algo real. Fue una separación solamente física. Nos empezamos a ver casi cada tres o seis meses. Después, algunas veces pasaron años sin que nos viéramos.
Hace casi un año, nuestro amigo en común, el nexo, aquel del cual hablaré dentro de poco, me llamó diciendo que nos teníamos que juntar sin excusas. Michelow se iba del país a estudiar a Alemania. Después de casi tres años sin vernos, llegamos a la botillería donde él estaba trabajando. Nos tomamos una chela, compartimos los cigarros y empezamos a carretear. Y me di cuenta que realmente, pese a que el tiempo había pasado, pese a que habíamos crecido, pese a que habíamos tomado caminos muy distintos, todo era igual. Seguíamos hablando no de las mismas cosas, pero sí del mismo tema de fondo; nuestra amada filosofía, nuestra forma de ver el mundo. Y tal como sucede con los amigos de verdad, sin necesidad de explicar lo que decíamos. Todo se entendía.
Si algo lamento de los últimos años, fue no haberlos tenido más cerca. Ellos si se mantuvieron unidos, fui yo quien se alejó. Afortunadamente, no los perdí.
No huevón, no me olvidé que estas de cumpleaños. Y sí, aunque suene a maricón te hecho mucho de menos. Y espero con ganas que vengas a darte una vuelta por aquí, juntarnos, volver a tomar, y hablar seriamente de todas las huevadas poco serias que nos gusta conversar.
Hasta pronto.
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