Hace no tanto tiempo, y durante muchos años, trabajaba los fines de semana. Todos los fines de semana. La idea quizás le parezca un poco rara a gente que no vive en Chile, donde hay horarios menos esclavizantes y mayor calidad de vida. Y más desempleo también, pero qué se le va a hacer, una cosa por la otra.
Los primeros años fueron difíciles, yo era aún un niño, cosa que es fácil decir ahora y me hace sentir bastante viejo pero que en aquella época no estaba tan claro para mí, que aún vivía los últimos coletazos de la arrogancia adolescente de saberlo todo. La parte difícil era llegar a casa un viernes por la noche, pasar por Vicuña con Irarrázabal, y ver como mucha gente se estaba empezando a preparar para la noche y tu tenías que llegar a dormir para levantarte temprano al día siguiente. Más o menos a la misma hora que estoy escribiendo esto, de hecho, pero en una situación completamente diferente. Veía gente entrando a la disco, o camino a Plaza Ñuñoa. Me bajaba de la micro entre gente con su mejor pinta gótica vampiresca que iba al Baleduc, y caminaba hacia mi casa oprimido por la injusticia de la vida y cómo yo era víctima de todo lo malo que tenía la sociedad. ¿Ven? A eso me refiero con coletazos de la adolescencia.
Con el tiempo las cosas mejoraron, o mejor dicho, mi actitud empezó a ser distinta. Porque en realidad empeoraron un poco; hasta ese momento sólo trabajaba los sábados. Y hasta mediodía. Ocasionalmente me tocó algún domingo que otro, pero era poco común. Pero para mi era el mismo purgatorio, por eso la vida decidió sacarme la auto compasión y complejo de víctima a patadas, y al cabo de un tiempo y después de unas breves vacaciones universitarias, empecé a trabajar en un mall, sábado y domingo, todo el día. Y a una hora y media de mi casa.
Mi actitud empezó a cambiar más o menos un año después de vivir así. El argumento se complica en este punto porque ya no sólo trabajaba los fines de semana. Antes tenía dos días libres a la semana, para compensar, y dos domingos libres por ley. Eso fue hasta que me puse a estudiar. Y trabajar a medio tiempo, para poder pagar parte de mis estudios. Eso se tradujo en estudiar de lunes a viernes y trabajar sábado y domingo. Sin días libres. Lo que suena terrible, por cierto, pero fue lo único que realmente me hizo madurar, dejar de ser un niño mimado y estúpido y empezar a valorar las cosas tal como son. Bueno, eso y después casi estirar la pata en un hospital, pero eso es otra historia.
Recuerdo estar cansado, todo el tiempo. Cuando tenía vacaciones en el instituto técnico donde estudiaba, solía emplear ese tiempo en trabajar. Porque era joven y necesitaba el dinero, como se suele decir, y porque las vacaciones eran buenos momentos para trabajar en una tienda en un mall en un país donde la gente compra la diversión y el escape al aburrimiento porque es incapaz de hacer esas dos cosas por sí sólo. Además, y para qué vamos a mentir en este punto, tampoco me acostaba muy temprano por aquel entonces. Eran los primeros pasos de la banda ancha, la cual me podía permitir pagar, y gracias a mi trabajo tuve mi primera tarjeta de video decente a precio de hay-que-vender-esto-porque-lo-devolvieron-sin-caja. Eso se traducía en internet a 128kbps (¡y sin caídas, y sin ocupar el teléfono!) y una ATI de 128mb. Lo cual a su vez se traducía en
Diablo 2, y
Call of Duty 2 Multiplayer. Lo que finalmente nos da un resultado de unas 5 horas de sueño diarias.
Lo poco que tengo de ninja lo aprendí en esa época, levantándome a las 8 de la mañana un sábado o un domingo, intentando no despertar al resto de mi familia porque aún vivía con ellos, duchándome, guardando el almuerzo que mi madre me había preparado el día anterior, y saliendo a trabajar. Los sábados no se notaba tanto, pero los domingos, esperando en el paradero a que pasara la micro, era algo absolutamente palpable. No había nadie en la calle. Nunca. Menos una mañana como hoy, después de casi dos días de lluvia, con mucho frío y humedad. Podías sentir que eras la única persona levantando al país de la crisis. O el último sobreviviente de un apocalipsis zombie, una de dos.
Era la época de las micros amarillas, cacharros viejos, ruidosos y contaminantes con conductores analfabetos y mafiosos. Tenía que pagar dos pasajes completos, uno para llegar a Providencia, y después otro para llegar al Parque Arauco o al Alto las Condes, donde trabajaba en aquella época. En un día normal eso era una hora, quizás hora y media de viaje. Un domingo por la mañana el trayecto podía hacerse, fácilmente, en 25 minutos, a manos de un conductor hasta las cejas de café mezclado con vaya a saber qué.
Los primeros años fui vendedor. Eso es relativamente fácil cuando uno no tiene muchas expectativas, moderadamente difícil si tienes la menor intención de hacer bien tu trabajo, por muy poco que te guste. No solamente se trata de convencer a alguien que lo que tu vendes es lo más importante y valioso en la faz de la tierra, sino que además hacerle sentir la urgencia y necesidad imperiosa de comprarlo en ese minuto, cueste lo que cueste. Suena mucho mas fácil de lo que realmente es.
Porque además tienes que agregar la idiotez generalizada que empapa la gente que entra una tienda. No importa lo inteligentes que sean o la cantidad de títulos universitarios, algo hay en el aire de los mall que los reduce a su mínima expresión, y termina entrando a preguntar si vendíamos cable wi-fi, tarjetas de red de ip fija, o cuando eran víctimas de dos vendedores crueles y ociosos, preguntando si realmente existía un cable usb que conectaba el laptop con el microondas, como el que estábamos mencionando entre nosotros (muahahahaha).
Y finalmente, hay que considerar la ubicación geográfica. O, más específicamente, geoeconómica. Afortunadamente, nunca he sentido el resentimiento y odio profundo que he visto en mucha gente hacia la clase social alta de este país, sólo por pertenecer a ella. No me molesta mayormente que tengan mucho dinero, que sus vacaciones los lleven a lugares exóticos, o como decía mi abuela, el buen pasar que tengan. Por un lado porque no son cosas que valore hasta el punto de la envidia, por otro porque he conocido a suficientes de ellos como para saber que no son más felices que yo. Sin embargo, a muchos de ellos eso les despierta antiguos genes medievales aristocráticos, ocultos hace muchos siglos de iluminación y libre mercado, que terminan expresando en forma de desprecio, soberbia y prepotencia brutal contra las personas que ofrecen un servicio al otro lado del mostrador. O sea, en ese caso, nosotros. Not funny.
Los últimos años tenía la responsabilidad de abrir la tienda, abrir caja, y ser responsable de ella hasta la mitad del día, cuando llegaba la cajera oficial. El exceso de estrés y responsabilidad que eso implicaba no significaba más dinero, pero sí me libraba de ciertas incomodidades de ser un vendedor a secas, como pelearse los clientes que entran o tener que aguantar a los que sabes que están pasando el rato y no tienen intención alguna de comprar algo. Oh sí, por si no lo sabías, uno los huele a tres metros cuando estás trabajando en el rubro.
La sensación de vivir fuera del ritmo del resto de todo el mundo se hacía mucho mas evidente ahí. Cuando uno trabajaba en lugar de estar perdiendo el tiempo un fin de semana como todo el resto, cuando uno tenía que almorzar después de las 3 o 4 de la tarde porque antes de eso era el punto álgido de clientes y además el patio de comidas estaba a rebosar. Cuando veías gente comprando alegremente cosas mucho, mucho mas caras que tu sueldo completo a fin de mes (de nuevo aclaro, lo digo con resentimiento, sino con lo sorprendente que era el hecho en sí) sin pestañear y sin cuotas. Cuando veías que la marea de público empezaba a decaer, a eso de las 8 de la tarde, mucho antes si era domingo, y tú todavía tenías que estar ahí. A las 9 cerraban las grandes tiendas y veías cómo los equipos de limpieza y servicios del mall empezaban a trabajar, y tu todavía estabas allí, esperando a algún cliente rezagado que quisiera comprar una Playstation 2 a esa hora (never happened). Hasta que daban las 10, y podías cerrar la cortina, espera a que se hiciera caja y estuviera en orden, y finalmente salir del mall, caminar hasta donde pasaban las micros, mientras cruzaba los dedos porque la 614 aún estuviera pasando a esa hora porque por el precio de un sólo pasaje me dejaba a dos cuadras de mi casa.
Aprendí a dormir arriba de las micros en esa época. Excepto cuando trabajaba en Plaza Norte y el recorrido atravesaba dos barrios con abundantes narcos, ladrones, y cosas aún peores. No era buena idea quedarse dormido ahí, y tampoco lo era mirar mucho así que me dedicaba a leer. Cinco días a la semana, hora y media de lectura, los libros me duraban una semana, a veces menos. Después cuando cambié de barrios me ponía audífonos, encendía la radio del walkman (ya habían discman en esa época, pero no para mí) para no escuchar el ruido tuberculoso del motor de la micro, y antes de llegar a Escuela Militar ya estaba durmiendo. En esa época desarrollé el super poder de despertar una cuadra antes de tener que bajarme. Y por casualidades de esa vida, esa cuadra antes es la misma cuadra donde cinco años después junto a la novia que me aguantó todos esos horarios y fines de mes en quiebra, terminé comprando el departamento desde donde escribo esto.
Fue en esa época y en esos momentos, cuando un domingo por la noche llegaba hecho pebre a la casa de mi madre, con hambre, dolor de pies, sueño, y sabiendo que la semana no estaba terminando sino que empezaba al día siguiente y que ibas a estar en pié dentro de 8 horas y en clases, cuando entendí el viejo dicho con cierto tufo fascistoide de que el trabajo dignifica. Porque pese a todas las penurias, que no eran pocas, sentías la satisfacción de estar haciendo algo por tu vida.
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