miércoles, julio 11, 2012

Diabetes tipo 2

No me gusta quejarme. De niño lo hacía todo el tiempo, y de adolescente la cosa fue a peor. Pero después de eso, se me quitaron las ganas. Y por extensión, tampoco hablo de cuando las cosas van mal.

Ahora escribo, porque siento que las cosas ya no van mal.

Hace un par de meses fui diagnosticado con diabetes tipo 2. O sea, mi cuerpo no es capaz de asimilar bien el azúcar que entra a mi cuerpo, pero no soy insulino-dependiente así que no necesito inyectarme.

Me costó un poco darme cuenta de que estaba bien deprimirse un poco cuando a uno le detectan una enfermedad crónica. Esto es porque no dejo que las malas noticias me hagan daño. Las acepto, las digiero, y sigo adelante, pero en este caso las cosas eran un poco más complicadas que eso.

Durante muchos años, comer en exceso y de forma poco saludable definió gran parte de mi forma de ser. Suena un poco tonto ahora que pienso en ello, pero tiene sentido en cierta forma. Cuando uno es un adolescente inseguro (el término suena un poco redundante ahora que lo veo escrito), te aferras a las cosas que sabes que eres bueno, o crees saber que eres bueno. En mi caso era bueno leyendo libros, era bueno para ver películas y escuchar música, y era bueno para comer, así que me especialicé en esas cosas. No entiendo muy bien por qué uno puede ser respetado a esa edad por comer mucho, porque quizás la palabra no sea respetado sino reconocido, pero siendo adolescente a uno le cuesta un poco diferenciar ambos conceptos.

Después uno se hace viejo, pero no siempre reflexiona mucho sobre qué clase de persona es o cómo llegaste hasta allí. La vida le pone a uno ciertas obligaciones y responsabilidades, y todo el asunto de la reflexión y la introspección parece quedar en segundo plano, si es que alguna vez tuvo importancia para ti cuando creciste.

Hace dos meses atrás pesaba 81 kilos. Comía pizza, hamburguesas, sandwich y similares varias veces a la semana. Iba poco al gimnasio. No comía frutas y las únicas verduras eran las que contiene un Whooper.

Ahora peso 6 kilos menos. Como fruta todos los días, las verduras siempre y cuando no haga demasiado frío, carnes rojas sólo 3 veces a la semana, nada de queso, nada de frituras, como varias veces al día siempre a la misma hora y las porciones son por lo menos 1/3 más pequeñas de lo que eran antes.

No voy a mentir. Era mucho más feliz cuando comía como cerdo. Ser más delgado puede estar muy valorado socialmente, pero a mi me sigue importando un carajo. Hasta el momento el único valor real que le encuentro es que puedo usar ropa que antes no me quedaba bien. Y la mirada aprobatoria de mi novia cuando me ve ponerme el pijama por la noche. Eso no está nada de mal.

Las personas que me conocen, se han admirado de la voluntad necesaria para hacer esto. Más allá de que las opciones son o cambiar la forma de comer o morir, uno no se da cuenta hasta que se lo prohíben la cantidad de anuncios de comida que ve diariamente, todas las pizzas y hamburguesas en carteles publicitarios, o incluso la cantidad de veces que aparece alguien comiendo en una película o en la tele. Son cosas en las que ahora me fijo, pero no me producen ansiedad. No me molestan.

La única forma de hacer esto, la única forma de que funcione sin terminar generando una especie de neurosis, es cambiar la forma de ser.

Ya no soy la misma persona que era antes.

No voy a hacerme vegetariano, ni voy a criticar a otros por no ir al gimnasio, ni por sus hábitos alimenticios. Todo lo contrario. Si puedes comerte una pizza, hazlo ahora. Inmediatamente. Porque quizás, (y espero que no sea así), algún día un doctor de va a decir que ya no puedes hacerlo, y para entonces, te vas a arrepentir de no haber comido mientras podías.

Yo no tengo grandes arrepentimientos. Porque comí todo lo que quería. Todas las veces que quería. En todas las cantidades que quería. Nada de eso me produjo la diabetes; eso fue una jugada sucia de la genética. Podría haber vivido toda mi vida comiendo sano, y quizás la diabetes hubiese aparecido sólo después de varios años más. Pero no creo que hubiese vivido una vida particularmente feliz. Comer es un placer.

Así que decidí cambiar mi forma de ser. No sufro por no poder comer una pizza porque ya no quiero comer una pizza. Fue un poco chocante la primera vez que me comí una lechuga y me gustó de verdad. Fue aún más chocante la primera vez que vi unas papas fritas y no me dieron ganas de comerlas. Pero el shock inicial pasa, y el hábito queda. Un ex profe, medio loco, me habló durante muchos años de la voluntad, de Thelema y Crowley, de que uno podía hacer lo que quería. Eso me ha servido últimamente, y es irónico porque lo mismo que tengo ahora es lo que finalmente llevó a ese profe a su muerte.

Comer, y en exceso, ya no es parte de mi. Ya no me define.

Me sigue gustando comer, y cocinar. Simplemente ahora como y cocino otras cosas.

O sea, he cambiado, pero no tanto. Sólo una parte de mi. La que era necesaria para seguir vivo. Y me siento bien con eso.

martes, enero 31, 2012

Mi madre piensa en Dios

Mi mamá y yo (ahí adentro)


Mi madre es una mujer de 64 años. Terminó el colegio con dificultades, pues en aquellos años su familia sufría de diversos aprietos económicos. Se casó con mi padre, y durante años trabajó en varias cosas. Pero la mayor parte de su vida fue dueña de casa y madre de dos hijos, uno de los cuales (léase yo) dio suficientes problemas de salud y luego de comportamiendo como para que el ser madre haya sido un trabajo de tiempo completo.

Sin embargo, mi madre siempre leyó mucho. Recuerdo algo que a mucha gente le puede parecer una historia de ciencia ficción, pero les puedo jurar que es real: en mi casa a veces después de comer la tele no se prendía (nunca cenamos viendo tele para empezar) sino que mis padres se sentaban a fumar un cigarro y a leer un libro. De ahí sacamos esa costumbre mi hermana y yo.

Desde que tengo recuerdos, mi madre leía antes de dormir, leía a veces en las tardes, y leía de todo lo que caía en sus manos. A veces eran revistas de actualidad, otras veces novelas románticas, en más de una ocasión leía la revista Muy Interesante, y muchas otras novelas, desde lo policial hasta lo histórico. Hace algunos años incluso leyó algunos libros de Stephen King que le gustaron muchísimo, como "La Tienda".

En mi familia siempre se habló de todo, pero recuerdo (como supongo que es normal en un niño) haberle preguntado muchas dudas a mi madre, que siempre estuvo en casa mientras crecía. Le pregunté respecto a la vida, Dios, sobre el bien y el mal, sobre por qué pasaban las cosas. Por qué el mundo tenía que ser así. Mi madre hizo siempre todo lo posible por responderme, cosa que imagino no es fácil. En algún momento, ya siendo yo adolescente, me dijo que a veces le preocupaba que yo me preguntase tantas cosas, que le daba un poco de pena que mi alma fuese tan inquieta y al menos en esa época, aproblemada. Eso después se me pasó y ella fue más feliz por ello.

Ahora, mi madre sufre de cáncer pancreático. De esos que no tienen arreglo, y que hacen mucho daño.

Durante varios años, desde que alcancé la adultez y la tranquilidad espiritual de mi visión pragmática y atea del mundo, hemos discutido frecuentemente sobre política, historia y religión. Siempre me ha parecido increíble poder hablar de estas cosas con mi madre, quien no necesitó nunca tener una carrera universitaria para poder tratar esos temas con nadie.

Mi madre cree en Dios, pero rechaza fuertemente el Dios vengativo y cruel del antiguo testamento. Se declara Mariana (devota de la virgen) pero jamás ha sido de ir todas las semanas a la iglesia. No cree mucho en los curas, sólo en aquellos que conoció en su juventud y que al parecer eran mucho más tolerantes y abiertos que los que tenemos ahora.

Mi madre, por culpa de su cruel enfermedad, ha hablado bastante conmigo sobre la vida y la muerte en estos días. Muchas de las personas que la rodean, algunos cristianos, otros evangélicos, le dan apoyo y le mencionan con frecuencia a Dios y sus planes para ella, su sabiduría divina y que todo pasa por una razón. Que hay un mundo mejor después de la muerte y que debe sacar fuerza y consolarse en esas ideas para seguir adelante.

Mi madre no necesita nada de eso. Tampoco cree mucho en lo que le dicen, pero aprecia mucho el apoyo de la gente y la escucha pacientemente.

Eso es porque mi madre cree más en la gente, que en sus ideas. Ahora me doy cuenta de haber heredado varias de mis ideas de ella.

Mi madre no necesita creer que irá al cielo, o a otra vida mejor, o a otro plano de existencia. No le complica mayormente creer que después de la muerte no hay nada. Y eso es por una razón muy simple: ella ve el valor de su vida, de lo que ha hecho, de la gente con quien está en contacto y la relación con esas personas. No necesita aferrarse a la idea de que debe dejar un legado para que su existencia tenga sentido, o a la creencia de que su alma va a seguir adelante porque esto, nuestra vida inmediata, no pueda ser lo único que tenemos.

Ella se siente feliz y tranquila con lo que ha hecho con su vida. Con sus dos hijos, con su familia. No necesita ideas de trascendencia porque no cree que haya algo más grande que las personas que tiene a su lado.

Así que ante todo lo que le sucede, se limita a seguir adelante mientras tenga fuerzas para ello, a abrazarnos y querernos mientras pueda.

No se amarga ante el destino que le ha tocado, ni busca respuestas o justificación a lo que ha tenido que vivir. Se limita a aceptarlo, y hacer lo mejor posible con lo que le toca. Y con eso nos da fuerzas a todos los demás.

Me dice que no importa lo que vaya a pasar con ella o donde vaya a descansar en paz, me dice que siempre va a estar en mi corazón, y me va a acompañar donde quiera que la vida me lleve.

Y creo que tiene razón.

Te amo, mamá.